09 noviembre 2005

Cada uno cargamos con nuestros muertos (II/III)

Cada uno cargamos con nuestros muertos, los de nuestros padres y algunos otros. Y soy capaz de sostener que eso es bueno, le da holgura al corazón y a la vida.

Antes, en tiempos del caudillo por la gracia de Dios, cuando la santa madre apostólica y romana dictaba la moral, la ética y hasta las buenas y malas costumbres; no existía la posibilidad de divorciarse. En contra de lo que sostiene parte del clero, ello no reducía los malos tratos en el seno del matrimonio. Simplemente los escondía bajo su beneplácito y el "es mía".

Cuando algún hombre casado se encaprichaba de otra mujer tenía dos opciones:
  1. Irse a comprar tabaco y fugarse con ella a Cataluña o Alemania para siempre o hasta que lo encontrara Paco Lobatón.
  2. Matar a su mujer.
La abuela que nunca tuve solo tuvo la segunda opción.
Embarazada y obligada a trabajar hasta el vómito pre-parto. Murió en un parto de dos tías mellizas que nunca tuve, aunque se sospecha que hubo una tercera que no quiso asomarse a ver la vida que iba a perder tan pronto.

Murió casi sola y sobrando. A ella le negaron la vida y a sus hijos su miserable tumba en una esquina olvidada del cementerio, sin lápida, sin cruz, sin flores y sin lágrimas. Ni siquiera ese consuelo le dejaron a mi padre y yo he heredado esa pena.

Mi abuelo se casó con su querida, la hermana de la abuela que nunca tuve, mi padre y su hermano pasaron a ser semi-huérfanos y casi-mozos y el cura pudo seguir con su doctrina satisfecha sin divorcios.

No tengo derecho a juzgar pero si el de amar a gente que no conocí y a odiar a gente que si lo hice. Es el privilegio de andar sobre los huesos de muertos queridos y queribles, odiados y odiables.