23 mayo 2008

El paisaje del niño

A uno se le va grabando en el alma su paisaje cuando niño. Crecemos mirando, corriendo y queriendo esas lomas, ramblas, bancales y sierras tan nuestras. Ese relieve de nuestra infancia es una prolongación de nuestros huesos y piel.

En el momento que crecemos ese proceso se estanca para siempre, andamos demasiado ocupados como para mirar y sentir. No crecemos nunca más a través de esa piel de tierra y vegetales, lo que no deja de tener cierta lógica práctica.

Lo triste es ver modificarse ese paisaje con los años. En un sitio vallan un bancal por el que jugamos y buscamos nidos, en un viejo campo de fútbol montan un promoción de viviendas, en la lejanía, en un viejo cerro casi mítico por su extraña silueta y sus solitarios pinos y palos de la luz huérfanos de cables se hacen un chalet... Así poco a poco va cambiando todo.

Seguro que muchos pensaréis que se trata de simples y razonables cambios que va arrancando el progreso. ¡Pero no! Se trata de algo mucho más doloroso: son amputaciones que van reduciéndonos a base de tiempo al triste muñón formado por nuestro cuerpo viejo y extraño. Con la pérdida del paisaje de nuestra infancia se van nuestros huesos, piel y sueños.