De tiempos del hambre ...
me cuenta mi memoria de un viejo caso.
En el pueblo había una pareja pobre y honrada que, allá por los años cuarenta del siglo pasado, arrastraban sus necesidades y sus cinco hijos. Andaban de medianeros con dos viejos caciques hermanos solteros. Los "señoritos" acababan de ganar una guerra donde perdieron la prudencia y se les agrandó la usura.
Dieron en ir a comer a casa de esta familia. De esta forma, aparte de la mitad de la cosecha les iban sacando, poco a poco, la otra mitad y algo más.
María, que así se llamaba la esposa, a la forma sencilla y orgullosa de los pobres, les ponía lo mejor que tenía y podía. Pasaban los días y las reservas bajaban por culpa del sin-fonzo de los "amos". Llegó el frío y con él el hambre. Las reservas no llegaron ni para mes y medio.
Una vez en apuros, se fueron a casa de los amos a pedirles algo de ayuda. Ellos se negaron, "bastante hacían con cederles las tierras" que "no eran hermanitas de la caridad".
Apretaron los dientes y con, la siempre disponible, ayuda de otros pobres y los hierbajos que le arrancaron al invierno pasaron mas mal que bien ese trance. Perdieron muchos kilos pero ningún hijo.
Llegó el tiempo de la cosecha y entregaron de nuevo su mitad. Al poco volvieron a aparecer por el cortijo y su mesa los amos. María seguía dándoles lo mejor que tenía, como manda la vieja ley de hospitalidad de la gente sencilla.
Un día, les preparó todo lo que sabía que les gustaba, pero mimándolo en cantidad y calidad:
Olla de trigo con morcilla, fritá de conejo y almendra, roscos de vino, natillas de monja, pan de aceite, butifarras, chorizos y muchas cosas más. Ese día se sentó al calor de la lumbre toda la familia, los cinco hijos y el matrimonio, a ver comer a los amos. Cuando se acababan algún plato, le acercaban otro. Cuando paraban, les echaban otro vaso de vino y los animaban con algún irrenunciable bocado.
Aquella noche, de vuelta a su casa en el pueblo, en un pequeño repecho que hacía el camino, los dos caciques hermanos reventaron. Al día siguiente, de camino a sus bancales, los encontró el tio Juan el Chato, luego diría que aquello parecía una "berbena de tripas".
Nadie sintió la pérdida. Los dos hicieron, hacían y harían (de seguir vivos) demasiado daño. Los enterró el cura y el sargento de la guardia civil. Estos no se atrevieron a mover nada contra los medianeros y les sirvió también de ejemplo, que buena falta les hacía a los muy "distinguidos" señores.
Aquel invierno fue también malo para la familia, aunque los vecinos (muchos agradecidos), les ayudaron con lo que pudieron. Fue el último invierno malo. A partir de ahí, sin caciques, fueron prosperando con trabajo y bondad.
Se puede ser honrado y pobre, pero es muy duro ser también tonto.
En el pueblo había una pareja pobre y honrada que, allá por los años cuarenta del siglo pasado, arrastraban sus necesidades y sus cinco hijos. Andaban de medianeros con dos viejos caciques hermanos solteros. Los "señoritos" acababan de ganar una guerra donde perdieron la prudencia y se les agrandó la usura.
Dieron en ir a comer a casa de esta familia. De esta forma, aparte de la mitad de la cosecha les iban sacando, poco a poco, la otra mitad y algo más.
María, que así se llamaba la esposa, a la forma sencilla y orgullosa de los pobres, les ponía lo mejor que tenía y podía. Pasaban los días y las reservas bajaban por culpa del sin-fonzo de los "amos". Llegó el frío y con él el hambre. Las reservas no llegaron ni para mes y medio.
Una vez en apuros, se fueron a casa de los amos a pedirles algo de ayuda. Ellos se negaron, "bastante hacían con cederles las tierras" que "no eran hermanitas de la caridad".
Apretaron los dientes y con, la siempre disponible, ayuda de otros pobres y los hierbajos que le arrancaron al invierno pasaron mas mal que bien ese trance. Perdieron muchos kilos pero ningún hijo.
Llegó el tiempo de la cosecha y entregaron de nuevo su mitad. Al poco volvieron a aparecer por el cortijo y su mesa los amos. María seguía dándoles lo mejor que tenía, como manda la vieja ley de hospitalidad de la gente sencilla.
Un día, les preparó todo lo que sabía que les gustaba, pero mimándolo en cantidad y calidad:
Olla de trigo con morcilla, fritá de conejo y almendra, roscos de vino, natillas de monja, pan de aceite, butifarras, chorizos y muchas cosas más. Ese día se sentó al calor de la lumbre toda la familia, los cinco hijos y el matrimonio, a ver comer a los amos. Cuando se acababan algún plato, le acercaban otro. Cuando paraban, les echaban otro vaso de vino y los animaban con algún irrenunciable bocado.
Aquella noche, de vuelta a su casa en el pueblo, en un pequeño repecho que hacía el camino, los dos caciques hermanos reventaron. Al día siguiente, de camino a sus bancales, los encontró el tio Juan el Chato, luego diría que aquello parecía una "berbena de tripas".
Nadie sintió la pérdida. Los dos hicieron, hacían y harían (de seguir vivos) demasiado daño. Los enterró el cura y el sargento de la guardia civil. Estos no se atrevieron a mover nada contra los medianeros y les sirvió también de ejemplo, que buena falta les hacía a los muy "distinguidos" señores.
Aquel invierno fue también malo para la familia, aunque los vecinos (muchos agradecidos), les ayudaron con lo que pudieron. Fue el último invierno malo. A partir de ahí, sin caciques, fueron prosperando con trabajo y bondad.
Se puede ser honrado y pobre, pero es muy duro ser también tonto.
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